Collage íntimo

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Trocitos...

domingo, 4 de octubre de 2015

La despedida de nuestra casa de Las Dueñas

Cuando uno se casa y forma un nuevo hogar, abandona aquel que habitó y en el que creció hasta hacerse "persona humana". Luego uno vuelve con bastante frecuencia y, en las visitas, cierta nostalgia se apodera de los recuerdos amontonados en cada rincón, guardados en cada cajón, detrás de cada puerta, en la imagen de cada pequeño e insignificante objeto… Pero uno va volviendo y volviendo, y no parece importante desprenderse de ellos porque uno sabe que siguen allí y es posible recobrarlos siempre que lo desee. Evidentemente, la emotividad está en nuestra memoria y en nuestros sentidos, pero nace de lo vivido, de su recuerdo… (hummm… recordar… re-cordar, del latín "recordare", o sea, volver a traer al corazón). Y esa vivencia, ese recuerdo siempre tiene ubicación en un espacio físico.
¿Qué a qué viene todo esto? Sí, claro, perdón. Hace unos meses se vendió por fin el viejo piso de "Las Dueñas", donde me crié, crecí y me hice la persona que ahora soy. Y, aunque pueda parecer excesivo, siento que se desprende una pequeña parte de mi vida. No de las personas, que gracias a Dios, siguen a mi lado, y son lo que realmente importa. Ni de los recuerdos, claro. Eso no me preocupa porque los guardo a buen recaudo. Pero sí desaparece la posibilidad de acceder al espacio físico, a su cálida acogida, al olor de sus maderas, a la evocación inevitable, al café en las viejas tazas, al tacto del viejo sofá, al sonido de los viejos cacharros, a cada imagen retenida…
Por motivos que no vienen al caso, su venta era inevitable y necesaria. Hace mucho tiempo. Al final, como todos deseábamos, llegaron unos compradores y hubo apretón de manos. Fumata blanca. ¿Cuándo se entrega? Marzo o abril. Habrá que despedirlo, pensé yo, como quien despide a un viejo amigo de la infancia que lo sabe todo de ti, que te vio crecer bajo su cobijo, que presenció todas las risas y algunas lágrimas vertidas, que te resguardó de la inclemencias meteorológicas y vitales, que, sin ser humano, casi podría saber más de ti que tú mismo porque mira y calla, porque su alma se ha forjado de las nuestras.
Tras varios intentos, encontramos la fecha: el sábado santo. Un día raro y, a priori, poco apropiado por las complicaciones obvias para acceder al centro, pero no había mucho margen. Era el día.
Yo quería haber preparado algo gracioso, una especie de lista de "cosas para hacer", actividades divertidas en recuerdo de todas esas cosas que recordábamos haber hecho de niños como parte de nuestros juegos o quehaceres cotidianos.
Se me ocurrió que podíamos darnos paseos unos a otros sentados/tumbados en una manta, deslizándonos por el tibio parquet, como cuando éramos niños. Por turnos, uno tiraba y otro era transportado gracias al deslizamiento de aquellas dos viejas mantas, una azul y otra amarilla, dando vueltas a través del pasillo, entrando por una puerta del salón y saliendo por la otra. Nuestros hijos alucinarían con el jueguito, pensé.
Se me ocurrió que podíamos poner los viejos discos de vinilo o las casetes de Joan Manuel Serrat (al que adoraba mi madre), de zarzuelas como Los Gavilanes (que entusiasmaban a mi padre), de José Manuel Soto o Pimpinela (que escuchaba mi hermana Marta) o de grupos de rock y heavy metal (que escuchábamos Pilar y yo). Por aquella época de viejos recuerdos, Nacho todavía no ponía mucha música y, gracia a Dios, aún no existían los Teletubbies ni los Cantajuegos que hoy día tanto y tan despiadadamente han machacado los oídos de los abnegados progenitores.
Se me ocurrió escenificar pasajes clásicos de imborrable recuerdo como cuando nos grabamos en vídeo (aquella vieja videocámara que pesaba un quintal métrico). Como aquella vez que yo no quería pelarme y me obligaron porque parecía un "melenudo" y, de forma teatral, aportábamos argumentos como si fuéramos el abogado y el fiscal en una película de juicios. Luego llegaba Marta de la calle y, sin saber de qué iba el tema, al ver la cámara funcionando, con pasmosa soltura, se incorporaba a la obra diciendo entre llantos "mamá, he ido a ver a Pepe a la cárcel y no me han dejado entrar" y con las mismas reía estrepitosamente o fingía sonoros eructos (¡Ay, me mata!) y ya no podíamos seguir de la risa que nos entraba.
Se me había ocurrido hacer un poco "el epiléptico", actuación que tanto debía adorar mi madre porque, cada vez que venía alguien a casa, en uno u otro momento, me decía "anda, niño, haz el epiléptico". Y yo lo hacía, claro. ¿No lo iba a hacer? El epiléptico y lo que fuera...
También pensé poner unos vasos de colacao e intentar beberlos y, justo en ese momento, hacer reír a Marta, con la intención de que se expulsara el marrón-violáceo líquido lechoso por los orificios de la nariz. O intentar hacer aquello que tantas veces intentamos para grabar un vídeo para el programa "Vídeos de primera" (que hubiera sido de esos tan malos que siempre decíamos "¡Ese está preparado!") con el huevo que explotaba unos segundos tras sacarlo del microondas. Yo no sé cuántos huevos destrozamos aquel día…
Finalmente, por un motivo o por otro (por falta de tiempo, de ganas o de lo que sea), la iniciativa no se llevó a cabo y ahí quedó el intento. La falta de tiempo o de lo que sea, ya se sabe. Tampoco pasaba nada porque lo verdaderamente importante es que nos íbamos a reunir con aquel motivo y acabaríamos pasando uno de nuestros magníficos ratos en familia que, al fin y al cabo, era lo importante. Pero, durante la Semana Santa me llamó Nacho para hablar sobre el tema y preparar algo. Para mí ya era imposible porque el Miércoles Santo tenemos el día completo y el jueves nos íbamos a la playa hasta el mismo sábado, así que él dijo que se encargaría de preparar algo.
Y, finalmente, llegó el día. La abuela Maty se esmeró. Ricas viandas por doquier, bebidas frescas, mesa puesta. De gala,  más o menos.  A nuestro estilo. Todos dispuestos a pasar un buen rato y a añadir otro gran recuerdo a nuestras memorias. Como siempre, acabamos en la cocina, el rincón favorito de la casa (¡qué buena obra aquella ampliación, quitándole el trozo a la entrada!). Nacho había preparado una especie de concurso de preguntas sobe todas aquellas anécdotas tan recordadas y al cabo de un rato nos dolía la barriga de reírnos (y de comer, claro… somos Terceños de pura cepa). Cada pregunta nos obligaba a revivir un pasaje, una anécdota, un recuerdo y, tras éste, afloraban diez más que no nos permitían seguir hacia la siguiente pregunta. Pero daba igual, estábamos disfrutando tanto que no importaba demasiado respetar un itinerario preasignado. Nuestros hijos, que andaban por la casa jugando, supongo que de tanto escucharnos reír, acabaron sentados en nuestros regazos o en el suelo, escuchando nuestras cosas, alucinando un poco con nosotros y con nuestra particular forma de entender la familia y la vida en general. Se confirma la teoría de que uno puede emocionarse y aprender a la vez que se parte el pecho de risa y se come un canapé de lo que sea con un buchito de moscatel de Chipiona.
Recordamos algunos novios que habían traído a casa las niñas. Aquel que quería ser piloto y hablaba sin separar su blanquísima dentadura. O el otro que mandaba grandes tarjetas y muñecos de peluche (el gorila aviador acabó siendo el juguete sexual de aquel perrillo que tuvimos que, por callejero o por su nombre africano, gastaba una libido y un apetito genital desmesurado.
El perro se llamaba Ngé N'Domo porque era negro y en homenaje a un personaje homónimo de la película fetiche de nuestra familia "Amanece, que no es poco", una pequeña maravilla surrealista muy de nuestro gusto. No sé cuántas veces la habremos visto… Tantas, que dejamos de contar.
Recordamos las visitas de los primos americanos, nuestra adorada Pili Agvent y varios miembros de su familia, en diferentes ocasiones. Y aquella vez que simulé darme golpes en la cabeza contra la mesa (de la cocina, claro) y ella gritaba asustada porque creía que eran de verdad. Su visita durante la EXPO'92 en la que Pilar trabajó en un pabellón (no recuerdo) y nos facilitaba pases VIP para los otros.
Recordamos las interminables bromas, algunas más pesadas que otras. Como aquella vez que, estando solos en casa (estudiando, claro), al llamarme Marta, decidí no responder y asustarla un poquito… culminando mi bromita con una entrada triunfal en su dormitorio con un trapo en la cabeza y un cuchillo en la mano. Luego me asusté yo con la reacción de mi hermana… ¡Qué edad más mala!
Y, yo qué sé… un montón más. Confesiones al cabo de los años. Como cuando confesamos a Pilar que, cuando salía y Marta y yo nos quedábamos mustios en casa un viernes por la noche, consolándonos con una pizza congelada, odiábamos cuando ella JUSTO llegaba cuando estaba saliendo la pizza del microondas y entraba por la puerta diciendo: "¡Hummm… pizza!".
Cuando Nacho era pequeño y nosotros ya "grandes" y ya sabíamos todas las cosas que había que saber… ejem… tras la mañana de Reyes, durante una o dos semanas, de vez en cuando, poníamos otra vez todos los juguetes en el sofá y le decíamos "¡Nacho, que han venido otra vez los Reyes magos!" y nos íbamos corriendo al salón a ver otra vez su cara.
Reímos a carcajadas metiéndonos con mi padre (tiene buen encaje, el hombre) por cómo aderezaba los helados y su desaforada afición a los dulces navideños. Era capaz de convertir una triste porción de corte de helado (vainilla y chocolate, por favor) en un prodigio de la repostería creativa a base de trocearle galletas, espolvorearle Nescafé, chorrearle coñac y tres o cuatro virguerías más. Y luego a rebañar bien con la cucharita…  Y el acopio clandestino de mantecados, polvorones y figuritas de mazapán en el bolsillo de la camisa de estar por casa para echar la sobremesa viendo alguna película de Tarzán o de cowboys. O, ¿por qué no?, alguna bíblica como "La túnica sagrada", "Barrabás", "Ben Hur", etc.
Confesé cómo la entrada siempre me recordó a aquella vez en que llegaba yo de la calle, cagándome como un mirlo, de esas veces que crees que no llegarás DE VERDAD, y, al entrar, pido paso abriendo la puerta de la calle, al grito de "¡¡¡Que me cagoooo!!!" y justo en la entrada, estaba mi madre hablando con su amiga Reyes Padura. Creo que conseguí llegar porque, de la vergüenza, corrí más que Tarzán (Johnny Weissmuller, por favor) delante de los cocodrilos.
La mesa del salón me recordó a los grandes eventos, las grandes cenas y almuerzos, casi siempre en esas ocasiones, acompañados por otros familiares, amigos, etc. Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año nuevo… O, como aquella vez que vinieron unos amigos vascos y les hicimos el número completo, con sombreros de ala ancha, instrumentos, cantes populares y toda la pesca. Yo creo que no temieron por sus vidas, pero sí que estaban rodeados de una familia de pirados.
La entrada (además de a mis urgencias intestinales) me recordaba a mi abuela Matilde que, siempre, nada más entrar y mientras se estaba quitando el abrigo, decía su mítica frase "Que yo me voy ya, eh". A ella también me recordaba el sillón del salón en el que cantó junto a su hermana Teresa aquella canción de las calles de Sevilla que tanto me recuerda a ella, a su mirada divertida y tierna, a su cálido abrazo.
La cocina y la mesa de la cocina también me recuerdan a mi abuelo Pedro y a su parsimoniosa forma de hacer las cosas, su meticuloso cortar, sus calculados preparativos, sus manos ancianas, lentas pero seguras… También me recuerdan al día a día, a las comidas, a las cenas, a las horas de estudio, a las visitas cercanas, a las pompas de jabón, a la masa de los rosquillos y pestiños, a los tortihuevos, a los platos de plástico verde y las servilletas verdes con el transfer de Mazinger Z, a los bocadillos de chocolate y de queso con carne de membrillo, al primer radiocasette INTERNATIONAL (me cayó una bronca porque quería hacerlo funcionar sin leer las instrucciones… vaya tela), a aquel "Brainstorming" que hicimos para darle nombre a la colchonería. Era verano y hacía muchísimo calor. Decid lo que se os pase por la cabeza, dijo mi padre. Y yo decía "El calor… El sudor…". En aquella mesa yo había crecido y había dado unas pocas de papillas a mi sobrina Marta que ahora es ya una mujer. Allí había echado Marta el colacao por la nariz de tanto reír. Allí había estallado el huevo recién sacado del microondas. Allí habíamos vivido infinitas horas de felicidad.
En fin, no quiero aburrir, porque también estaba el patio. Del que nuestra madre nos hacía subir haciendo tintinear su anillo contra el cristal de la ventana. En él pasamos horas y horas de inolvidables y sencillos juegos. Casi a diario, jugábamos a "Visto", "Poli-ladrón", al "Coger" y al "Coger el alto". A "Bombilla" y a "Sevilla". A la "Correa" y a otros mil juegos. Luego, esperábamos a que el portero se fuera para jugar al fútbol o buscar el los bombos de la basura. Si había un tambor de Colón, con el platillo jugábamos al "Matar". Si había alguna botella de plástico, jugábamos al "Bote", etcétera.
En verano buscábamos el fresco de los portales o el patio blanco (que era cubierto) y jugábamos a cartas, juegos de mesa o a partidos de "chapas". Recuerdo que un verano de mundial organizamos un campeonato de chapas y cada uno llevaba dos equipos: los míos eran Brasil y URSS. Allí jugaba con amigos, algunos que aún hoy conservo: Mauro, Francisco, Fali, Chema y Javi, Lolo, Jorge, Esteban y Quico, Germán, David... Había otros mayores y menores con los que, a veces, jugábamos también. No tanto porque los mayores abusaban y los pequeños no dejaban que abusáramos de ellos… En fin, lo de siempre. Pura vida.
A ver, que anécdotas hay cientos en cada familia y vosotros no tenéis la culpa de que yo esté melancólico. Estos son mis recuerdos y es imposible que tengan el mismo significado para cualquier otra persona que los lea, ni siquiera mi familia, que tendrán los suyos propios, otras visiones, otras nostalgias. Es que me pongo a escribir y no hay manera de pararme. Sólo quería hacer un pequeño homenaje a esa casa que tanto ha significado en nuestras vidas, a la familia con la que he tenido la suerte de habitarla y la mis padres, las dos personas que hicieron todo ello posible. Ahora sé lo que cuesta crear un hogar y quiero agradecerle, a ellos especialmente, haber sido los artífices y responsables de tantos y tantos maravillosos recuerdos, de poner en marcha mi vida al abrigo de una familia inigualable, de tanto amor y con el cobijo de unas paredes tan cálidas y que tanto han sabido de mí.
GRACIAS, MAMÁ Y PAPÁ. VOSOTROS SOIS MI HOGAR.

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Salvador Terceño Raposo

viernes, 16 de enero de 2015

La vida y la Navidad con Plácido y el Sr. Miyagi


Así va la cosa...

Llevo tiempo sin publicar una entrada. Estarás súper-liado, pensará alguno. Pues sí, bastante, pero, sobre todo, es que no me organizo y dedico mucho tiempo a cosas a las que quizá debieran robarme menos de ese bien tan preciado. Lo reconozco. ¿A quién quiero engañar? Este será una de mis "New year resolutions" (propósitos de año nuevo).
Han pasado muchas cosas y se me acumula el trabajo, pero tampoco quiero parir una larga entrada capaz de hacer que el Santo Job acabara abandonado a los trankimazines, devorándolos de dos en dos.
Han pasado muchas cosas. Una nueva Navidad de por medio, el trabajo, la vida...  y, ahora, la barbarie de Charlie Hebdo. A ver cómo lo hago.

Mi historia comienza un día previo a las vacaciones de Navidad. Uno de esos días raros en que, sin saber porqué, pasan muchas cosas. Uno de esos días en que la vida te obliga a pensar mucho en ella. Vino a verme a la consulta Alfredo, un visitador (ya no se llaman así, pero bueno) al que conozco desde hace cuatro años y tengo mucho aprecio. Venía a despedirse. Su empresa ha sido absorbida por otra multinacional y en los reajustes de la plantilla, él se queda fuera. Es un gran tipo, gran profesional y mejor persona, pero eso es algo que jamás van a valorar las grandes empresas. "Ya verás como encuentras algo pronto", le dije yo, por animarlo y porque lo deseaba. Él no se veía tan convencido. Le di un fuerte y sincero abrazo con el que deseaba transmitirle mi aprecio y mis buenos deseos, y le agradecí que hubiera venido expresamente a despedirse. La crisis gasta un apetito voraz pero, el mundo empresarial, tiene una "solitaria" en el intestino.

Un rato después de marcharse Alfredo viene a consulta una paciente, pongamos que se llama Carmen, acompañada por su hija. Carmen es una señora de unos sesenta y ocho años que hace unos años comenzó con un deterioro cognitivo (memoria, olvidos, etc.) y está ya en una fase modera de Enfermedad de Alzheimer. Ya prácticamente no recuerda gran cosa. Al menos de lo importante: los nombres, dónde vive, quién es ni quien ha sido. Pero tiene muy buen aspecto y sonríe constantemente. Tiene otras muchas patologías pero sólo se queja de dolores propios de la edad: artrosis. Le pregunto y canta. Le sonrío y le digo un requiebro y toca las palmas, sonriendo con una magnífica dentadura. Su hija la mira y sonríe de manera casi imperceptible, más por no desentonar que porque tenga ganas de reír. Se la ve cansada. Yo no sabía que usted cantaba tan bien, le digo yo a Carmen mientras tecleo actualizando su historia con lo que refleja un nuevo informe del neurólogo. La hija tiene los ojos algo enrojecidos, ligeramente acuosos. Cuidar a una persona dependiente es ciertamente agotador y a eso se une el hecho de que se trate de tu padre o tu madre, ese ser al que ves perder, progresivamente, el rastro de lo que ha sido, los datos en su memoria, su autonomía. Un día no te conocen y, al siguiente, te temen y se ponen agresivos. Cuando se marchan pienso en tantos y tantos cuidadores, quemados, agotados, que se atormentan por sentirse incapaces, necesitados de apoyo, desahogo, comprensión y de las medidas prometidas en esa Ley de Dependencia que nunca parecen llegar.

Ese mismo día, entré de guardia a las tres. En el cambio, encuentro en un "box" a una chica conocida con su madre esperando el informe de un TAC abdominal con una sombra en la sospecha. Tras unos minutos me traen el informe que habla de un cáncer de páncreas con metástasis en ambos pulmones. A falta de alguna prueba más, el pronóstico es infame. La muerte en muy corto plazo de tiempo. Su hija se derrumba mientras está a solas conmigo y con los técnicos de radiología. Es un verdadero drama y rebusco en mi cerebro las palabras adecuadas para comunicarle a la paciente lo que nosotros ya sabemos, eso para lo que no existen palabras adecuadas. Es una mujer delgada, de aspecto algo frágil, pero me da la sensación de que es de las que encaja bien los golpes. Ya ha sufrido otro cáncer. Cuando tengo la sensación de haber hilvanado, pensando entre paciente y paciente, un discurso aceptable, prudente, medido, empático, cariñoso, la hija me pide que no le digamos nada de momento. Prefiere dejar pasar el fin de semana y el lunes ir a su médico. Así podrán ir preparándola un poco, desgajándole la noticia, desmigándola, dejándole miguitas por el terrible camino. Yo lo respeto y accedo. Lo respeto porque es razonable y porque, en estas circunstancias, lo respeto casi todo. Lo único es que ahora me surge otro problema: tengo que mentirle a la paciente a la cara. Decirle que no se ha visto gran cosa en el TAC, quizá una manchita que habrá que estudiar bien y quizá hacer otra prueba pronto, que tranquila, que todo irá bien. Le dijo que está muy guapa. Le doy un par de besos bien dados y, con una sonrisa, los acompaño hasta la puerta. Sólo recompensa mi desazón la cara de agradecimiento de la hija que trata de sonreír mientras sus ojos medio la delatan. Yo llamo al siguiente paciente, que estará molesto porque lleva un rato esperando.

Y llegaron las fiestas, esa primera parte de las fiestas tan ilusionante, llena de planes y preparativos, de planificación de fechas, de primeras luces y largos paseos abarrotados, de brillo en los ojos más pequeños, de belenes y decoración... Cuando hemos vuelto al cole tras las vacaciones, separadas por unos segundos, dos padres me han dicho "¡Qué largas las vacaciones!" y "¡Qué cortas las vacaciones!". Y yo, que soy de buen conformar, siempre digo… bueno, está bien, en su medida (sobre todo porque es la que hay). Menos tiempo, parece que no daría para hacer todo lo que uno querría… Y más tiempo, no habría menda que lo aguantara…
Tengo la sensación de haber pasado unas fiestas estupendas, con todo el equilibrio posible. Me cuesta concebir las fiestas lejos de la familia. Repartimos las fechas entre las dos mitades y sólo deseamos echar un buen rato con los nuestros, comiendo, bebiendo, charlando, riendo, jugando a juegos de mesa, cantando villancicos, acordándonos de los que ya no están y de las costumbres y tradiciones que aprendimos de ellos...
El sábado 20 de diciembre fuimos a Arcos a ver su célebre Belén Viviente. Habíamos oído hablar mucho y bien de él y teníamos muchas ganas. Tiene la fama absolutamente justificada. Una auténtica maravilla desgranada por todo el centro del pueblo en un recorrido con más de treinta estaciones. Comenzó casi al anochecer, sobre las seis de la tarde. La niebla era densa y lo envolvía todo ayudado por el humo de las hogueras de los pastores que salpicaban el recorrido y, sobre todo, la gran plaza. Cientos de personas participando, toda la población volcada en su gran evento y decenas de estampas inolvidables. Os recomiendo que, si podéis, no os lo perdáis en próximos años.
Luego, Nochebuena, Navidad. Paseos y compras. Meriendas con churros en las que parece que el primo cafre de Atila ha merendado con nosotros. Mapping medio de lado. Dolor de hombros. Marcos, el payaso italiano que año tras año, representa su divertidísima función de "clown" en la que niños y padres ríen a mandíbula batiente. Regresos a casa agotados pero felices, dormidos pero sonrientes, con el alma llena de cosas con las que soñar…

Tras unos días de (merecido, ejem) descanso por una serie de amables carambolas del cuadrante, el día treinta vuelvo a trabajar y a tener guardia. A las 10:35h llega J. A. G.O. a urgencias. Un chico cuyo nombre y apellidos, como es lógico, no se relacionan con esas letras, conocido por todos los que trabajamos en el hospital porque ya ha estado ingresado varias veces. En octubre le diagnosticaron un tumor cerebral. Fue intervenido con éxito. Un par de semanas antes acudió por sintomatología neurológica y lo ingresé con un edema cerebral. Tras el alta había estado aceptable. El día anterior, había vuelto por dolor de cabeza y vómitos. Se fue a casa por encontrarse normal y tener un TAC similar al previo. Volvió por seguir con los mismos síntomas. A las 15:42h lo ingresé en la planta y a las 17:30h certificaba su muerte. En un momento dado el nivel de consciencia bajó hasta perderla. Llamé al compañero de la UCI mientras yo hablaba con algún neurocirujano. Me confirmaron que no se podía hacer nada más. NO era reintervenible porque el tumor había afectado a estructuras no accesibles. Informamos de la situación a los familiares que lo aceptaron con entereza y resignación. Facilitamos todas las medidas a nuestro alcance de confort tanto para el paciente como para los familiares. La morfina comenzó a dar paz a la respiración de J. A. G.O. y alguna tila, nuestro trabajo y nuestras palabras, aportaron algo de paz a su hermano, que no se separaba ni un segundo de él, y a sus padres. Yo subía y bajaba constantemente porque tenía pacientes esperando a ser vistos y se enfadan si se tarda mucho, pero volvía, le auscultaba, comprobaba su respiración, me aseguraba de que no pareciera sufrir. Hasta que, en una de esas veces, me llamaron para informarme de que había dejado de respirar. Subí. Era evidente que no respiraba y tenía ese otro tipo de paz. Sutilmente, en su color ya se encontraban matices nuevos. Le ausculté encontrando el silencio esperado. Sus pupilas ignoraban el estímulo de mi linterna y el electrocardiograma mostró un trazo carente de impulsos. Le acaricié la frente con ternura, noté su tibieza y abracé a su hermano, diciéndole alguna de esas sencillas frases de condolencia. Salí a buscar a los padres y les hice llegar mi pesar. Se me partía el alma con su llanto contenido que parecía que ya venía sosegado por el uso de los últimos meses. Se había reunido en la habitación y en el pasillo a su entrada, una aglomeración de personas que querían despedir a J. A. G.O. Algunos lloraban, otros se mantenían expectantes y taciturnos. Atravesé el silencioso grupo y bajé a seguir con lo mío, preocupado porque seguía habiendo personas esperando en urgencias con sus catarros, molestos por lo mucho que tarda el médico en llamarlos y no quería que esperaran más de lo necesario. En el ascensor me encontré a Pedro, un oficial de mantenimiento que es para comérselo de buena gente y de gracioso. Estaba serio y me preguntó por el tema que ya todo el mundo en el ala conocía. Justo ahí, cuando comencé a contarle la versión resumida, fue cuando comencé yo a romperme por dentro y a notar cómo mi voz se agudizaba y encontraba dificultades para salir. Me lancé escaleras abajo justificado por la prisa y seguí, como si la muerte no hubiera pasado por allí, haciendo de las suyas.

Seguir.

Parte del tiempo de las vacaciones de Navidad lo he dedicado a ver algo de cine. En el cine, una peli infantil para olvidar: "Doraemon. Cuenta conmigo". Siempre me han simpatizado las aventuras de Nobita y el gato cósmico en los capítulos de la tele porque están llenas de esa anacrónica candidez oriental y de una desbordante imaginación en lo que respecta a los inagotables recursos de Doraemon. Pero la peli me pareció que duraba más de lo que podía soportar. Mu cansina. Pero bueno, a los niños les gustó.
En casa (los mayores) hemos visto dos películas, dos clásicos en blanco y negro que ningún amante del cine debe dejar de ver. Parecidas pero diferentes. Una es "¡Qué bello es vivir!" (de Frank Capra, 1946) y, la otra, "Plácido" (de Luis García Berlanga, 1961).
"¡Qué bello es vivir!" (Frank Capra, 1946) es quizá la película que más me ha emocionado en toda mi vida, probablemente la primera que me compré y, con toda seguridad, la que más veces he visto. Una suerte de cuento mágico, magníficamente dirigido y protagonizado, cuyo fin es enfrentar al bien y al mal, permitiendo sincera y decididamente que gane el primero. Tranquilos, no pienso contar el argumento. Sólo quiero hacer un alegato e invitar a aquellos a quienes le suene la frase "Ah, sí, esa que ponen todas las Nochebuenas, que sale James Stewart corriendo por la ciudad felicitando a la gente", pero que realmente no recuerdan haberla visto entera, que lo hagan.
"Plácido" (Luis García Berlanga, 1961) es una comedia triste, como muchas de las comedias de Berlanga. Un hábil y, a ratos enloquecedor, galimatías en el que se dibuja y caricaturiza a la sociedad de la época, trazando un ácido documento costumbrista que, en mi humilde opinión, ganará valor a medida que pasen las décadas y nos alejemos más de aquellos tiempos de penurias y carencias. El resumen lo copio de Filmaffinity: En una pequeña ciudad provinciana, a unas burguesas ociosas se les ocurre la idea de organizar una campaña navideña cuyo lema es: "Siente a un pobre a su mesa". Se trata de que los más necesitados compartan la cena de Nochebuena con familias acomodadas y disfruten del calor y el afecto que no tienen. Plácido ha sido contratado para participar con su motocarro en la cabalgata, pero surge un problema que le impide centrarse en su trabajo: ese mismo día vence la primera letra del vehículo, que es su único medio de vida.
Tras ver "El verdugo" tuve una sensación muy parecida, y a mi cerebro llegaba un poco de ese conocido aroma a Neorrealismo Italiano que tan rico sabe a quienes amamos el cine.
Las últimas dos películas las hemos visto hace poco.
Primero, "Las crónicas de Narnia. La travesía del viajero del alba". Magnífico entretenimiento familiar en la tercera (y parece que última) entrega de la saga basada en las novelas homónimas de C. S. Lewis.
En último lugar, "Karate Kid. El momento de la verdad" (John G. Avildsen, 1984). Una de esas pelis que guardamos en nuestra parte más tierna del corazón, esa que huele a alcanfor y colacao, la que se alimentaba de peta zetas y besos, la que necesitaba del juego y lloraba de vez en cuando. Tenía tantas ganas de verla con los niños que hace 2 años o así quise que Salvita la viera. Tuvimos que quitarla porque no quería seguir viendo las palizas que le pegan al bueno de Daniel Larusso la pandilla de macarras rubitos al inicio de la película. Y la quité, claro. Estos años, a veces, le hablaba del "dar cera, pulir cera" y de la particular forma de entrenar del Señor Miyagi y les habían crecido las ganas de verla. Cada cosa tiene su momento. Yo los miraba y se me caía la baba viéndolos flipar con la peli del chico que quería aprender karate para defenderse de los chulitos del instituto, esos "mayores" que aprenden karate para atacar… "¡Pegar duro, pegar primero, sin piedad!". El bien contra el mal. Ya de adulto uno encuentra cosas que antes no había percibido, como que esa pandilla de niños agresivos son todos rubios y pertenecen a familias con dinero (como Ali, la novia que se echa Daniel San), hijos de padres que acuden a clubs y han, quizá, descuidado la atención y educación de sus hijos, que han sustituido a sus padres por el salvaje adoctrinamiento de un descerebrado profesor de karate y andan por ahí maleando, hechos unos macarras de cabello trigueño, odiando el mundo y su vida. Curiosamente, los principales protagonistas son de origen italiano (Daniel y su madre) y japonés (Miyagi), de clase media tirando a baja, pero llenos de valores que los llevan al éxito.
Me gusta destacar la doble vertiente del entrenamiento del "coach" Miyagi que, fiel a su enseñanza en la búsqueda del equilibrio, mientras enseña las técnicas de karate a Daniel, le enseña también esas otras técnicas de equilibrio interior, ese arte no marcial de crecimiento, de desarrollo personal que resulta ser un pilar esencial sobre el que edificar el resto de la construcción.
Por si no lo sabéis, John G. Avildsen dirigió otra de las películas más populares y taquilleras de la historia, "Rocky" (y la secuela "Rocky V"). Oscar en 1.976 a la mejor película y mejor director. No es un cualquiera, el muchacho.

Creo que esta entrada ya es demasiado larga. De Charlie Hebdo y el islamismo ya hablaré en la próxima. Supongo.

Os deseo toda la felicidad del mundo.
Avisadme si puedo ayudaros en algo.