Collage íntimo

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Trocitos...

viernes, 18 de abril de 2014

La Semana Santa y el Miércoles Santo

Con frecuencia redescubrimos cosas cuando las vemos a través de los ojos de otras personas, como cuando vienen amigos de fuera y nos reencontramos con nuestra ciudad o cuando vivimos algo transmutados en los niños que una vez fuimos pero, esta vez, bajo la piel de nuestros hijos.

Este año ha sido el primero que he salido se nazareno junto a mis dos hijos. Salvita ya se estrenó hace dos pero Quique era demasiado pequeño. El año pasado la pérdida el mismo miércoles santo de nuestra querida tita Conchi hizo que nos olvidáramos de la estación de penitencia. Y este año, que Quique es ya un hombrecito de seis añazos, no había mucho que pensar.

Los preparativos siempre son curiosos y reveladores, y van, como pulgarcito, dejando pistas por el camino. La cosa es que, como es lógico, de la noche a la mañana, necesitábamos una túnica y una varita. Ahí aparecen los buenos amigos de siempre. Nuestro querido Lalo (buena persona de profesión y cirujano odontoestomatológico y cantautor flamenco en sus ratos libres) nos dejó una túnica de cuando era niño que, con dos arreglillos quedó como nueva. Mi padre, que ya no sale de nazareno los miércoles santos, me hizo el honor de dejarme su cíngulo. Salvita llevó el mío y Quique el suyo.

Llamé a mi queridísimo amigo Rogelio por si tenía una varita por ahí en alguna esquina y prometió preguntar. Poco después me dijo que había preguntado a su padre (Rogelio Sr.) y que le dijo que tenía la que él llevó de niño guardada pero que esa no se la dejaba a nadie.

-¿Para quién era? –preguntó.

-Para Salva Terceño.

-Salva Terceño es de la familia. Que la limpien, que tiene que estar hecha polvo…

Y yo me siento tan orgulloso de mi nombre y mi apellido, de mi padre, de mi familia… y pienso en la responsabilidad que he contraído para con mis hijos.

 

Las semanas santas se parecen mucho unas a otras. Están llenas de tradición; de rituales y repeticiones, de fotogramas retenidos, de momentos eternizados. Por ello, durante estos días es inevitable recordar y rememorar pasajes algo añejos de nuestra propia historia.

Prácticamente todos mis recuerdos desde que tengo uso de razón se sitúan viviendo en el piso de "Las dueñas", en la barreduela de San Quintín. Doña María Coronel, para que nos ubiquemos en el centro, entre las iglesias de San Marcos y los Servitas, San Román, Los Terceros, el convento de la Paz (la Mortaja), Santa Catalina, San Juan de la Palma, Montesión, Las siete palabras y las otras decenas que hay por la zona. A mi padre siempre le gustó la Semana Santa y las cofradías, dando siempre más importancia a la profundidad de la fe y el sentimiento cristiano y huyendo de los conflictos internos de las hermandades y sus vericuetos. Desde niños, jugábamos a aprender las hermandades que salían cada día, los nombres de sus imágenes, los autores de éstas y las curiosidades cuyo conocimiento bien pudiera valer la recompensa de cinco o diez duritos.

-A ver, por cinco duritos, ¿en qué paso sale un pelícano y qué representa?

- ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!

-¿Esta os la he preguntado ya?

-Sí, pero ya no vale.

-A ver, venga.

-El pelícano sale en el paso del cristo del Amor y representa el amor en la imagen de una madre que se abre el pecho para dar alimento a sus crías. ¡Venga esos cinco duritos!

- Te los apunto.

Cada año salía a la venta un librito con toda la información de las hermandades y lo esperábamos con verdadera expectación. Luego, durante la cuaresma, algún acto de alguna hermandad, los vía crucis, los ensayos de los costaleros, el pregón del Domingo de Pasión, las procesiones del Viernes de Dolores, la casa oliendo a incienso y las marchas sonando en el viejo radiocasette International que trajeron de Canarias y luego en el mucho mejor equipo Pioneer del salón. Escuchábamos una y otra vez el disco del célebre pregón de Antonio Rodríguez Buzón y leíamos "Cómo llora Sevilla" del padre Cué y nos reíamos con las teatrales declamaciones de Martha11.

Ay, aquella ventanita
de la calle de la Feria,
donde se asoma la niña
de cutis azul y ojeras,
la niña que mira triste
y está enferma!
Siempre, cuando pasa el palio
verde de la Macarena
se para ante la ventana,
y como es la calle estrecha
saca su brazo de luna
y acerca el palio, y lo besa...
Y en el terciopelo verde
sus labios de rosa seca
dejan temblando un suspiro
junto a los flecos de seda:
-"¡Tú que pasas, Esperanza,
sáname, que estoy enferma!"

Siempre salíamos el domingo de Ramos por la mañana a ver los pasos en los templos y a coleccionar alfileritos y pegatinas de las diferentes hermandades en nuestra solapa. Solíamos quedar con algunos tíos y primos y tapeábamos por ahí, cosa que nos encantaba. Luego, a ver procesiones guiados por la hoja recortada del ABC con el itinerario oficial, buscando el lado bueno, la esquina en que siempre le tocan marchas, la estampa inolvidable. Cuando empezamos a ser medio personas, mi padre nos llevaba algunas noches a rincones más íntimos y, entre susurros, seguíamos aprendiendo cosas de la Semana Santa y de la vida.

Con seis años hice mi primera estación de penitencia, todo el recorrido, como debe ser. A partir de ahí, cada Miércoles Santo acompañaba a mi padre, primero con una varita y luego con un cirio. Años después se nos unió nacho, reiniciando el proceso.

Cuando fuimos mozos, se instauró una doble tradición: la del día de ir a sacar las papeletas de sitio, noche que nos tomamos una cervecilla acompañada de "la mejor tortilla" o una suculenta "pringá" en la legendaria Bodeguita San José del Arenal (frente a la capilla del Baratillo) propiedad desde hace años de una familia de montañeses, la familia de Nicolás Bueno. La otra tradición es la de oír la misa de los hermanos del Cristo a las ocho de la mañana del Miércoles Santo y luego visitar las iglesias de todas las hermandades del día. Tras la misa, los saludos de rigor y asomarnos a los tablones a ver el tramo en que estábamos ubicados, traslado al barrio de San bernardo y luego a la Sed. Desayuno doble (dos cafés y dos tostadas para cada uno) y zumbando para el centro a visitar las iglesias del Cristo de Burgos, las Siete Palabras, La Lanzada, Los Panaderos y El Buen Fin. Compra de los últimos caramelos y a descansar a casita donde mi madre siempre había preparado alguna comida de fácil digestión para evitar un exceso de sed o pesadez durante la tarde. Tras el oportuno descanso, nos vestíamos las túnicas y rezábamos juntos. Una vez realizada la foto de rigor, las tres siluetas azules nos lanzábamos a la calle en dirección a la calle Adriano, sorteando gentes, señales de tráfico y a los nazarenos de San Bernardo que ya andaban por la calle Imagen o la Alfalfa.

A la vuelta, con los pies reventaditos y el cartón marcado en la frente, nos esperaba un suculento banquete de gazpacho, ensaladilla, filetes empanados y torrijas, con mi madre sentada en la cocina con todo dispuesto.

Y los años fueron pasando y os fuimos haciendo mayores, nosotros y mis padres. Y con ello la distancia porque es ley de vida, y llegan los amigos, las pandillas, las novias. Y ya no veíamos los pasos con mi padre, que se solía quedar en casa, cansado de la semana. Y era yo el que explicaba cosas a mis amigos, cosas que había aprendido de él. Y luego vinieron las bodas y los hijos. El cambio de residencia a un barrio periférico. Las Semanas Santas casi sin pisar el casco antiguo, salvo quizá para la salida del Miércoles Santo…

 

Ahora los niños han crecido y, a veces, incluso parece que me escuchan. No han crecido en la calle Doña María Coronel, rodeados de iglesias, pero comienzan a sentirse atraídos por las cofradías. Ahora yo soy el padre y les explico el porqué de las cosas, trato de explicarles la fe, su sentido y su misterio. Trato de descubrirles los misterios de la complicada y contradictoria vivencia sevillana de la Semana Santa, del sentimiento cofrade, de la importancia de la fe por encima de la adoración a las imágenes…

Jugamos también a "las preguntitas" y aprovecho cada segundo para hacerles llegar la importancia de la bondad, del amor, del trabajo, de la educación, del respeto y de todo aquello que pueda ayudar a convertirles en unas buenas personas.

Así que, finalmente, este ha sido el primer miércoles santo en el que la tercera generación de Terceños, ha realizado unida la estación de penitencia. Tras una mañana de nervios, de preparar bolsitas de estampitas y medallitas, de repartir caramelos, de vestir la túnica y ponerse y quitarse el capirote doce o catorce veces, llegó la hora. El abuelo Salva almorzó con nosotros y nos ayudó a vestirnos, rezamos juntos y luego nos llevó a la capilla. Mientras caminábamos desde el Paseo de Colón hacia la entrada a la plaza de toros (donde se forman los tramos) volvían a caminar las tres siluetas azules, una más alta y dos más pequeñas, esquivando personas y señales de tráfico… En el escaparate de una tienda de sanitarios pude observar nuestro reflejo y pude ver el reflejo de mi historia, de la historia de mi familia. Se repetía como por arte de magia, como se repiten los rituales y las tradiciones. Y aquel reflejo me interrogó fugazmente sin terminar de hacer ninguna pregunta porque yo ya me estaba yendo.

-¿Quién es ese hombre, papá?

-Es el diputado del tramo.

-¿El que manda?

-Más o menos. Es el encargado de organizarlo.

-¿Por qué lleva un palo?

-Porque es el que manda y con él da golpes en el suelo.

-¿Queda mucho para salir, papá?

-Media hora o así.

-¿Cuánto hace que hemos llegado, una hora?

-No, cinco minutos. ¿Alguien quiere ir al baño, ahora que hay poca gente?

-No, papá. Luego, antes de salir.

-¿Por qué esos nazarenos no llevan el capirote, papá?

-Porque son los penitentes que llevan las cruces y no lo llevan.

-Ah. Y, papá, ¿qué es esa cola?

-Supongo que para ir al baño.

-Papá, quiero ir al baño.

-¿Y tú quieres ir?

- No, yo quiero agua.

-Ve bebiendo poco a poco que si no, luego te va a entrar ganas cuando estemos en la calle.

-Papá, ¿me pongo ya el capirote?

-No, hijo, todavía queda tiempo.

-Yo me lo quiero poner.

-Pues póntelo, pero luego no me digas que tienes calor.

-¿Quedan ya cinco minutos o diez?

Y, al final, salimos, juntitos, en el octavo tramo del cristo. Y yo sólo podía estar pendiente de ellos, de que no se atascaran dando caramelos, de que no dieran el paquete de estampitas en el primer minuto, de que no se chocaran con el nazareno que iba delante, de darles agua, de reponerles caramelos, de señalarles dónde había una amigo, de avisarles de que pronto veríamos a mamá, de que se dieran un segundo la vuelta para poder ver el paso, de que dieran un caramelito a una anciana en una silla de ruedas, de que no comieran demasiados caramelos para que no les diera sed, de que se levantaran el antifaz sólo un ratito, que miraran os techos de la Catedral y escucharan lo que sonaba por los altavoces, que aprovecharan para rezar un poquito… que síii, que cuando salgamos de la Catedral os podéis ir con mamá…

Luego, tras irse con la madre, me pasó algo extraño. Fuera de suponerme un alivio o un desahogo, se apoderó de mí una extraña sensación de vacío. Me faltaban ellos. Mi estación de penitencia ha adquirido una nueva dimensión, la de dedicarla a ellos y sin ellos, parecía perder parte de su sentido. Hoy se me han saltado las lágrimas cuando Elo me ha dicho que poco después de salirse, Quique se dio cuenta de que me habían dejado solo y se emocionó y se le enrojecieron los ojos. Recordándolo en la comida se le han saltado las lágrimas mientras se reía nerviosamente. A mí se me ha hecho un nudo en la garganta y se me han saltado también. No creo que haga falta explicarlo.

Finalmente, me dediqué las dos horas que restaban de vuelta hacia la calle Adriano a decir a la gentes y niños que esperaban que no me quedaban caramelos, estampitas ni medallitas y que no les podía dar cera. Entre vez y vez traté de rezar algo y a ratos me dedicaba a algo que siempre me ha gustado, que es observar a la gente.

Las pandillas de niños y niñas en plena edad del pavo que tontean y flirtean, algunos ya pasean con novia y se les nota aunque traten de disimularlo. Los grupitos de chicas adolescentes que en primavera florecen y rompen en hermosas mujeres. Los grupitos de chicos adolescentes adornados con el peinado de moda entre los futbolistas que portando auriculares, siguen los goles de la final de la Copa del Rey. Veo en los matrimonios rondando la cincuentena con hijos preadolescentes que aún no salen solos, el reflejo de mi próxima etapa. ¿Así seré yo? Me pregunto. Algunas parejas se cogen de la mano y se hacen muestras de cariño. Otras esperan con los hijos en medio. Las novias de algunos nazarenos caminan a su lado, llevan el móvil en la mano y teclean no sé qué cosa que parece no poder esperar. Una señora mayor pregunta qué tramo es, sin quedar claro si desea que llegue el paso o que todo aquello acabe pronto. En el hueco de un bar, unos novios retozan sentados, el detrás de ella. Él es muy poca cosa y ella una mujerona que cierra los ojos mientras el chico se esmera en hacerle caricias por el rostro con sus manitas delicadas. A ratos deja las caricias y le da besitos en la sien y la mejilla. Luego sigue con las caricias. Tras un rato, le ofrece su mano derecha para que ella la coja con la suya izquierda y él apoya las dos sobre el generoso seno de la chica, quedando con los ojos cerrados los dos inmóviles.

Hay un conato de pelea entre un joven alto y musculoso y un hombre bajito y delgado con aspecto de no querer envejecer que tiene en brazos un niño con toda su cara. Parecen dos gotas de agua. El canijo es un poco cani y parece haberle soltado una fresca al forzudo que le echa una mirada y hace ademán de girarse con el puño apretado.

-¡Cuando quieras! -Le grita el hombre cani con el niño en brazos-. ¡Tú y yo! ¡Tú y yo!

El adonis va con una señora que parece su madre por la edad y por cómo lo empuja hacia adelante para alejarlo de la trifulca cogido del brazo.

El niño en brazos (que tendrá unos tres o cuatro años) mira a su padre y no consigo descifrar qué puede pasar por su mente. Algo debe estar aprendiendo y grabando en su "disco duro".

Delante mía va un nazareno que parece conocer a media Sevilla. Durante toda la procesión, ha ido saludando tanto a personas situadas en nuestro lado como en el lado contrario, sin preocuparle abandonar su puesto y atravesarse. Es un tipo súper entrañable. En varias ocasiones me ha hecho comentarios sobre los niños, muy amigable y cordial, incluso cariñoso. Me entran ganas de hacerme amigo suyo.

-Soy el cuñado de Alfonso –le dice a alguien dándole catorce caramelos.

-Soy Javi, el primo de Lola –le grita a una mujer al otro lado, acercándose a saludarla.

-Soy el vecino de Manuela, tu prima –y le pega un abrazo a un señor con bigote.

Se abraza con los diputados en varias ocasiones y comentan asuntos varios repetidas veces. Se vuelve y me pregunta qué tal acabaron los niños. Estoy a punto de pedirle el teléfono.

-Soy Javi, tita –dice tirando un puñado de caramelos como si fuera un rey mago.

-Perdona, puedes tirarme la lata de cocacola –le pide a una chica cruzándose a la acera de enfrente. Luego vuelve a su sitio. Luego vuelve a la acera de enfrente y le da una medallita a la chica-. Oye, que gracias, eh.

Saluda con la mano a un grupo en segunda fila. Les lanza unas estampitas.

Cuando ya estamos a punto de entrar, se abraza a uno de los vigilantes a la entrada de la capilla.

-Otro año más –le dice-. Soy Javier.

Y le da unas cariñosas palmaditas en la cara al otro. Este tipo es mi ídolo.

Entro por fin en el templo sintiéndome aún vacío, incompleto. Salgo a la calle por la puerta de atrás a respirar aire fresco. Saco el teléfono. Elo me ha mandado una foto de los niños muertos de risa al llegar a casa. Se les ve cansados, pero inmensamente felices. Se me llena el alma de vida, de emoción. Tecleo en el Whatsapp "Te quiero" y varios de esos iconos que tiran un besito en forma de corazón y salgo hacia el paseo de Colón donde he quedado con el santo de mi padre que viene a recogerme.

Una vez en casa, todo está en calma. Los niños ya duermen. Elo medio se despierta y me pregunta balbuceando ¿qué tal? Me quito la túnica y la cuelgo.

En el cuarto de baño me miro en el espejo. Tengo "mu" mala cara y "mu" malos pelos. Meto los pies en agua caliente mientras me como una torrija y el placer se multiplica. Me acuerdo de mi madre, de Nacho, de mi padre, de mi tía Conchi. Pienso en Elo que duerme en la habitación de al lado y ya es una de esas sacrificadas madres de la semana santa. Sacrificio doble porque, además, ha dejado de ir a ver salir como cada año hacía con sus padres, su hermandad de San Bernardo. Me acuerdo de mi suegra y de mi suegro. Me acuerdo de las caras de felicidad de los niños y, finalmente, me acuesto.

 

Cansado pero feliz.


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Salvador Terceño Raposo