-¡Adela!
-¡Voy! -suena una voz desde el pasillo.
Y Adela entra como un manso torbellino. Es una mujer pequeña, menuda, con el pelo corto y cano y el rostro repletito de arrugas y penas.
-¿Cierro? -pregunta Adela después de cerrar la apuerta de la consulta tras de si.
-¿Me siento? -pregunta Adela después de sentarse delante de mí.
Es una de esas mujeres nerviosas, inquieta como un rabo de lagartija, cuyo nerviosismo no incomoda lo más mínimo. Tendrá unos sesenta y cinco y sobre los estrechos hombros trae toda su vida a cuestas.
-Claro, Adela -respondo con una sonrisa de complicidad-. Está usted en su casa.
Expone sobre la mesa todo lo que trae en sus manos: dos cartoncitos de medicamentos (Lexatin 1,5 mg y Lormetazepam 1 mg), una hojita de una libreta de cuadritos con otro medicamento anotado -para su hija- y el talonario de recetas de la compañía.
-Yo venía sólo por esto -me dice-. Es que se me ha acabado y, desde lo de mi marido...
-¡Eso está hecho, pero ya! -le digo yo, con ánimo de animarla. Cuando voy a preguntarle se me adelanta...
-Hace tres meses se me murió mi marido -hace un mohín con la cara, amenazando llanto-. Era policía... Él estaba mu sano. Usted no lo conoció, pero en el centro de aquí al lado lo conocían mucho. De un día pa otro, mire usted. Ni fumaba, ni bebía, no tenía colesterol ni azúcar, ni nada. Pero mire, de un día pa otro.
Yo la escucho atentamente. Sé que esta consulta me va a llevar un rato, pero no me importa y no estoy dispuesto a perderme la historia.
-De un día pa otro, digo... de un rato pa otro! Estaba tan tranquilo y me dijo, "mami, yo me voy a acostar ya" y se fue pal dormitorio. Yo me quedé viendo el programa ese del "hermano mayor", que me pego unos lotes de llorar...
-Y no es para menos, hija -repuse yo sin querer que perdiera el hilo-. Menudos cuadros se ven.
-Yo lloro porque me recuerda a mi hijo, que, gracias a Dios ya está bien, pero ha estado dos años con mala gente y nos ha traído de cabeza. Ya lleva tiempo bien, sin tomar nada, pero está parado y el miedo no se va. Es que hemos pasado mucho, hijo...
Vuelve a amagar con una mueca de dolor en el rostro que resalta más aún sus arrugas. Se peina el flequillo con la artrosis de su mano derecha y se recompone un poco su ánimo.
-Mi marido lo llevaba fatal. Como era policía, se moría de la vergüenza. No podía, no podía... que no podía, vamos. Era yo la que tenía que ir a todos los sitios y buscar al niño por la calle. Mira que él patrulla por todos lados y ha entrado en "las tres mil" y eso. Pero, con lo de mi hijo, no podía... Y se me fue en un momento.
-Hija, lo siento muchísimo -dije de corazón.
-Debió sentirse mal y se fue al cuarto de baño -continuó narrando Adela-. Se le habría descompuesto el cuerpo o algo así. Me dijo que notaba un pinchazo en el cuello y que no le entraba el aire y se sentó en el váter. Y ahí se murió, sentado y yo a su lado. De momento se relajó. Su cabeza se quedó apoyada en mi costado y su mano se desplomó y se empezó a poner morada. Yo ya sabía que estaba muerto porque se me murió una prima hace poco y se puso igual. Pero ella era diferente; tenía una cosa mala en la cabeza y llevaba dos años malita la pobre mía; qué lástima... esa fue otra lucha.
-La verdad, Adela -acerté a decir para mostrar algo de positivismo-, puesto a morirse, mejor de golpe y sin tanto sufrimiento, ¿verdad?
-Sí, pero hijo...
-Ya, que es peor para los que se quedan. Lo sé.
Adela me responde con un movimiento de la cabeza porque está llorando y se limpia la nariz con un cleenex.
-Bueno, hija, ya no tiene remedio y hay que tirar pa'lante -animo tontamente-. Ha perdido a su marido pero ha recuperado a su hijo... En él tiene que poner ahora todas sus fuerzas, Adela.
-Además de verdad -me confiesa recuperada-. Tengo otro en Chile que está muy bien colocado y lo gana mu bien. Trabaja para un banco y para la universidad. Pero ese está muy bien. El que me preocupa es el otro, que está parado y su mujer también. Yo coso y me gano mi buen dinero: esta semana me he ganado cuarenta euros y la pasada cincuenta. Mi marido me dejó todo arreglado porque allá donde iba se hacía un seguro de vida y con eso me he quitado todas las trampas. Lo tengo todo pagado y yo gasto mu poco. Mientras tenga pa pagar la hipoteca de mi hijo y para poner un plato en la mesa...
-De verdad, Adela, que es usted una luchadora y un ejemplo -alabé sin miramientos.
-Hijo, lo que no haga una madre... -respondió con un brillo acuoso en los pequeños ojos-. Yo, después de ver a mi hijo como lo he visto no quiero volver a pasar por ahí y soy capaz de lo que haga falta. Me gasté tres mil euros en un centro que fueron, de verdad, unos sinvergüenzas y lo tenían todo abierto y, cuando el niño ya no podía más, se iba por ahí a buscar. Él no se pinchaba, sólo fumaba, pero oiga, que se ponía hecho una fiera y rebuscaba por toda la casa cosas pa llevarse... Menos mal que dí con el doctor Periáñez, que es una eminencia y le mandó un tratamiento estupendo. Lo tuvimos encerrado tres días aguantando gritos y golpes que no se los puede imaginar...
-Hasta que pasó el mono...
-Claro. Luego le puso un tratamiento más suavito y hasta hoy. Pero, hijo, ¡qué duro pa una madre! Ver a tu hijo por ahí tirao, con esa gente, maleando, arrastrao... Se me parte el alma de acordarme. Pero, le digo una cosa, que no me pasa más... que soy capaz de lo que sea. Me tiro a la calle y me como a quien sea y me lo traigo por los pelos y lo encierro el tiempo que haga falta...
-Adela, se merece usted un monumento.
Y allá que va Adela, con sus cartoncitos y sus recetas en la mano, enjugando lágrimas y lanzando su pequeño cuerpo a la calle, a coser hasta cegarse, a trabajar hasta caer rendida, a luchar contra los fieros enemigos de su gente y de su casa. Abatida por su impotencia ante la muerte pero inasequible al desaliento, sabiéndose invencible por esa descomunal fuerza que le brota de las mismísimas entrañas.
Como, por desgracia, nadie se lo va a hacer, ahí va mi humilde monumento para Adela.
Con toda mi admiración.