Collage íntimo

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Trocitos...

domingo, 22 de abril de 2012

Mi monumento para Adela

-¡Adela!
-¡Voy! -suena una voz desde el pasillo.
Y Adela entra como un manso torbellino. Es una mujer pequeña, menuda, con el pelo corto y cano y el rostro repletito de arrugas y penas.
-¿Cierro? -pregunta Adela después de cerrar la apuerta de la consulta tras de si.
-¿Me siento? -pregunta Adela después de sentarse delante de mí.
Es una de esas mujeres nerviosas, inquieta como un rabo de lagartija, cuyo nerviosismo no incomoda lo más mínimo. Tendrá unos sesenta y cinco y sobre los estrechos hombros trae toda su vida a cuestas.
-Claro, Adela -respondo con una sonrisa de complicidad-. Está usted en su casa.
Expone sobre la mesa todo lo que trae en sus manos: dos cartoncitos de medicamentos (Lexatin 1,5 mg y Lormetazepam 1 mg), una hojita de una libreta de cuadritos con otro medicamento anotado -para su hija- y el talonario de recetas de la compañía.
-Yo venía sólo por esto -me dice-. Es que se me ha acabado y, desde lo de mi marido...
-¡Eso está hecho, pero ya! -le digo yo, con ánimo de animarla. Cuando voy a preguntarle se me adelanta...
-Hace tres meses se me murió mi marido -hace un mohín con la cara, amenazando llanto-. Era policía... Él estaba mu sano. Usted no lo conoció, pero en el centro de aquí al lado lo conocían mucho. De un día pa otro, mire usted. Ni fumaba, ni bebía, no tenía colesterol ni azúcar, ni nada. Pero mire, de un día pa otro.
Yo la escucho atentamente. Sé que esta consulta me va a llevar un rato, pero no me importa y no estoy dispuesto a perderme la historia.
-De un día pa otro, digo... de un rato pa otro! Estaba tan tranquilo y me dijo, "mami, yo me voy a acostar ya" y se fue pal dormitorio. Yo me quedé viendo el programa ese del "hermano mayor", que me pego unos lotes de llorar...
-Y no es para menos, hija -repuse yo sin querer que perdiera el hilo-. Menudos cuadros se ven.
-Yo lloro porque me recuerda a mi hijo, que, gracias a Dios ya está bien, pero ha estado dos años con mala gente y nos ha traído de cabeza. Ya lleva tiempo bien, sin tomar nada, pero está parado y el miedo no se va. Es que hemos pasado mucho, hijo...
Vuelve a amagar con una mueca de dolor en el rostro que resalta más aún sus arrugas. Se peina el flequillo con la artrosis de su mano derecha y se recompone un poco su ánimo.
-Mi marido lo llevaba fatal. Como era policía, se moría de la vergüenza. No podía, no podía... que no podía, vamos. Era yo la que tenía que ir a todos los sitios y buscar al niño por la calle. Mira que él patrulla por todos lados y ha entrado en "las tres mil" y eso. Pero, con lo de mi hijo, no podía... Y se me fue en un momento.
-Hija, lo siento muchísimo -dije de corazón.
-Debió sentirse mal y se fue al cuarto de baño -continuó narrando Adela-. Se le habría descompuesto el cuerpo o algo así. Me dijo que notaba un pinchazo en el cuello y que no le entraba el aire y se sentó en el váter. Y ahí se murió, sentado y yo a su lado. De momento se relajó. Su cabeza se quedó apoyada en mi costado y su mano se desplomó y se empezó a poner morada. Yo ya sabía que estaba muerto porque se me murió una prima hace poco y se puso igual. Pero ella era diferente; tenía una cosa mala en la cabeza y llevaba dos años malita la pobre mía; qué lástima... esa fue otra lucha.
-La verdad, Adela -acerté a decir para mostrar algo de positivismo-, puesto a morirse, mejor de golpe y sin tanto sufrimiento, ¿verdad?
-Sí, pero hijo...
-Ya, que es peor para los que se quedan. Lo sé.
Adela me responde con un movimiento de la cabeza porque está llorando y se limpia la nariz con un cleenex.
-Bueno, hija, ya no tiene remedio y hay que tirar pa'lante -animo tontamente-. Ha perdido a su marido pero ha recuperado a su hijo... En él tiene que poner ahora todas sus fuerzas, Adela.
-Además de verdad -me confiesa recuperada-. Tengo otro en Chile que está muy bien colocado y lo gana mu bien. Trabaja para un banco y para la universidad. Pero ese está muy bien. El que me preocupa es el otro, que está parado y su mujer también. Yo coso y me gano mi buen dinero: esta semana me he ganado cuarenta euros y la pasada cincuenta. Mi marido me dejó todo arreglado porque allá donde iba se hacía un seguro de vida y con eso me he quitado todas las trampas. Lo tengo todo pagado y yo gasto mu poco. Mientras tenga pa pagar la hipoteca de mi hijo y para poner un plato en la mesa...
-De verdad, Adela, que es usted una luchadora y un ejemplo -alabé sin miramientos.
-Hijo, lo que no haga una madre... -respondió con un brillo acuoso en los pequeños ojos-. Yo, después de ver a mi hijo como lo he visto no quiero volver a pasar por ahí y soy capaz de lo que haga falta. Me gasté tres mil euros en un centro que fueron, de verdad, unos sinvergüenzas y lo tenían todo abierto y, cuando el niño ya no podía más, se iba por ahí a buscar. Él no se pinchaba, sólo fumaba, pero oiga, que se ponía hecho una fiera y rebuscaba por toda la casa cosas pa llevarse... Menos mal que dí con el doctor Periáñez, que es una eminencia y le mandó un tratamiento estupendo. Lo tuvimos encerrado tres días aguantando gritos y golpes que no se los puede imaginar...
-Hasta que pasó el mono...
-Claro. Luego le puso un tratamiento más suavito y hasta hoy. Pero, hijo, ¡qué duro pa una madre! Ver a tu hijo por ahí tirao, con esa gente, maleando, arrastrao... Se me parte el alma de acordarme. Pero, le digo una cosa, que no me pasa más... que soy capaz de lo que sea. Me tiro a la calle y me como a quien sea y me lo traigo por los pelos y lo encierro el tiempo que haga falta...
-Adela, se merece usted un monumento.
Y allá que va Adela, con sus cartoncitos y sus recetas en la mano, enjugando lágrimas y lanzando su pequeño cuerpo a la calle, a coser hasta cegarse, a trabajar hasta caer rendida, a luchar contra los fieros enemigos de su gente y de su casa. Abatida por su impotencia ante la muerte pero inasequible al desaliento, sabiéndose invencible por esa descomunal fuerza que le brota de las mismísimas entrañas.
Como, por desgracia, nadie se lo va a hacer, ahí va mi humilde monumento para Adela.
Con toda mi admiración.


martes, 3 de abril de 2012

Las "40 primaveras" más preciosas del globo terráqueo

Un Martes Santo lluvioso es tan buen día como cualquier otro para contar lo que sigue.
Y, aun a riesgo de que esto se convierta en una ristra de entusiastas exaltaciones con motivo de los cumpleaños de mis seres queridos, hoy tengo la necesidad de caer en la reincidencia consciente y temeraria.
Cuando Nacho cumplió años sentí la necesidad de contar cosas.
Hoy (29 de marzo) cumple 40 años la mujer que da sentido a mi existencia y no puedo consentir que sea menos que su cuñado. Que luego me canea. Ejem...
El Miércoles Santo de 1972 nació en Sevilla la mujer más especial de la que se tiene conocimiento en el universo explorado. La NASA lo ha confirmado. Una preciosidad de criatura de cabellos oscuros, tez clara y enormes ojos que unos días son pardos y otros verdes; con más luz que una mañana de mayo y más brillo que la pantalla de mi iPad.
Los orgullosos padres: Ana (una señora cuya bondad, cariño y abnegación no tienen límites) y Enrique (un señor cuya bondad, ternura y sentido de la responsabilidad no tenían límites, hasta que nos dejó hace casi 8 años) la criaron entre dos hijos varones, en lo que fue una infancia dichosa y llena de esa bendita normalidad de los años 70 y 80.
Su barrio de Nervión y, en concreto, la avenida de Ramón y Cajal, tuvieron la suerte de verla crecer; de notar las caricias de sus primeras pequeñas pisadas correteando bajo los arquitos de "las casas baratas", arropada por una gran familia a la que siempre ha adorado.
El destino quiso que nuestra misma vocación nos acercara a ambos al campus sanitario de la Macarena y nuestra similitud de intereses, caracteres, aficiones y preocupaciones nos hiciera definitivamente inseparables.
En tercero de carrera me cogió el cuerpo mu tonto y repetí, cayendo en su clase. Ella ya me había echado el ojo (lo dice ella, no yo), pero yo acababa de salir de una relación breve, extraña y cansina que me alejaba del mínimo deseo de comenzar otra. No obstante, aquella risueña, jovial y preciosa jovencita, haciendo uso de todas sus armas de seducción, se fue apropiando poco a poco de mi bomba cardíaca y todo mi aparato cardiovascular. Yo me repetía una y otra vez frases de desánimo, con la intención de apartarme de una posible nueva relación pero cada vez me descubría a mí mísmo deseando llamarla, llamándola, quedando y enamorándome un poquito más.
Era la hermosa época del tonteo, de los requiebros, de las barriladas y las fiestas de la facultad, de las bromas, los piropos, la guasa y la picardía intencionada, en la que cada mirada significaba lo pretendido y cada palabra obtenía el efecto buscado. Los ratos a solas provocaban taquicardias y, un roce de manos, el infarto agudo de miocardio. Mi reticencia inicial (inusitada en un machote ibérico en edad de merecer) alargó el proceso del cortejo, otorgándole una belleza y una honestidad que hoy valoro más que nunca y aprecio con el valor de las cosas que caen por su propio peso.
El día que comenzamos a salir era un frío día de diciembre, en las vísperas de las fiestas navideñas. Estuvimos en una barrilada en la facultad desde medio día y celebramos que el resto de amigos se fueran pronto. Nos quedamos a solas y hablamos, hablamos, hablamos, mirándonos, rozándonos las rodillas y las manos de vez en cuando. Sus enormes ojos brillaban y llenaban de luz aquel cutre bar de desayunos y parroquianos cercano a la facultad y transmitían el tonto deseo de detener el tiempo, tan propio de niños y enamorados. Por la noche se celebraba la fiesta de cumpleaños de mi amigo Paco (un abrazo, amigo) y, más tarde, había una fiesta de la facultad en la Venta Pilín a la que no podíamos faltar y finalmente tuvimos que desanudar muestras miradas y marcharnos. Tras dejarla en la parada del autobus, enfilé la calle San Luís hacia mi casa y descubrí que llevaba sus guantes en los bolsillos de mi abrigo. Ya no podía devolvérselos. Los que aquel día deambularon por aquella calle vieron a un joven caminar sin rozar el suelo, ensimismado, hipnotizado, esnifando cual drogadicto el aroma que desprendían aquellos sencillos guantes negros de lana: mitad aquel dulce perfume de Agatha Ruiz de la Prada, mitad el aroma de su blanca piel.
A la altura de la plaza del Pumarejo llegué a la conclusión de que me había enamorado para toda la vida. Hasta el mismo tuétano. No me equivoqué mucho.
Por la noche, en la fiesta, nos buscamos y nos encontramos. Ella me encontró primero y me tapó los ojos. Otra vez ese olor... "¿Agatha?", pregunté yo. Lo demás puede obviarse por obvio, valga la redundancia. Nos besamos y comenzamos a querernos como si hubiésemos sido creados sólo para eso. A día de hoy he de confesar que sólo he sentido crecer el más grande amor en mi interior, sin la menor duda, sin vacilar, con la fuerza de la convicción y la determinación de la pasión; lleno de verdad, de grandeza y vocación de perdurar. Cuando dio la vida a nuestros hijos, perdí definitivamente la capacidad de describir con sencillez lo que significa para mí. La palabra amor suena ridícula a su lado por parca y escueta, por tímida y mentirosa. La palabra amor, nombrada junto a su nombre pierde la grandeza que otros le han dado y mueve más a la risa que al asombro. La palabra amor se le queda corta y no hay nada que hacer al respecto.
Ya hemos andado casi el mismo camino en la vida juntos que separados y hemos compartido dolor y dicha. He aprendido que la suerte me sonrió el día que cruzó nuestros pasos y puso en mi vida una mujer como ella, tan igual a mí y tan inigualable. Tan llena de amor, de ternura, de belleza, de fuerza, de sabiduría y de cordialidad. Con esa inagotable (es una forma de hablar, porque se me duerme a las 21.38h) energía para trabajar para su casa y para sus hijos, para ser mi apoyo firme y mi brújula y mi inspiración.
Para que os podáis quitar de encima todo el almíbar que he derramado, os confesaré que no todo es risas y bailes en nuestra vida. Disicutimos como todas las parejas, pero hasta para eso hay que tener talento y ella, tras discutir no se siente agusto porque le parece que no somos nosotros y suele pasar por mi lado silbando (mal y con una nota, porque no ha sabido nunca) una cancioncilla tonta; entonjces yo, que soy muy perspicaz, sé que me está mostrando la bandera blanca. Otras veces, cuando no ha habido cancioncilla silbada, cuando me meto en la cama (siempre después que ella) se me abraza por la espalda, a traición, en una suerte de maravillosa traición que busca la paz y el regreso del amor que nunca se había ido.
Tampoco le hace mucha gracia que yo siempre ande por ahí apuntándome a una ronda de aspirinas. Y me pone esa carita de cordera degollada que me parte el alma. Sé que en el fondo me entiende, pero es de "esas" que no quieren pasar ni un segundo más de los extrictamente necesarios sin su amorcito, cenar un bocadillito de sardinas (de luxe, eh, con tomatito, lechuga y mayonesa) y dormirse viendo Anatomía de Gray echada sobre mi costado. A veces incluso acepta ver alguna de mis películas "de chinos" de las mías. Yo sé que a veces echa de menos nuestra cómoda vida de novios, nuestros paseítos por el centro, poco dinero pero mucha ilusión; pero es feliz en su vida de esposa y madre, a pesar de todo lo estresante, cansino y monótono que esta vida conlleva. 
En fin, que jamás la veréis contar un chiste ni pegar una carrera que no sea estrictamente necesaria pero, sin duda, es una bellísima persona, no porque yo lo diga, sino porque siempre está pensando en los demás. LLeva el bolso lleno de cosas por si le hacen falta a los demás, siempre tiene un rato para una amiga, si necesitas lo que sea de ella (que te haga un recado, que te cosa algo, que te cuide a los niños, que te compre tal o cual cosa... lo que sea) ella te lo da. A mí me lleva el coche a pasar la ITV, a por mis pastillas al médico, me hace dulces para que lleve al trabajo, mil cosas así...
En fin, que parece que quiero venderla y nada más lejos de la realidad... la quiero sólo para mí.
Por favor, no escuchéis lo que sigue que es sólo para ella:
Amorcito, preciosidad, reina mora, chiquitina mía, te quiero más de lo humanamente posible. Te adoro sobre todas las cosas. Te quiero siempre, en todo momento y sin reparar en la intensidad. Contigo soy el hombre más feliz del mundo y quiero que hoy, en tu 40 cumpleaños tú lo seas también.
¡Lo habéis leído, so cotillas!
Te quiero más que infinito. Un millón de besos.